La calle totalmente obscura, la poca luz provenía del semáforo puesto en rojo, los rostros de los conductores lucían cansados, sombríos apagados, un día casi como otro terminaba dentro de una semana cualquiera.
Un anciano atravesaba la calzada con sus pasos lentos, como amarrado por las rodillas, cómo entumidas sus piernas, cómo ramas invernales. La escena refrescaba mi noche, sus zapatos tan gastados como su andar, las cintillas se habían roto y no sujetaban la piel de las botas a la piel en sus tobillos, sus pies cenizos desprovistos de calcetines, el frío le hacía apretar además sus brazos al torso. Un joven aparece cómo de la nada, dispuesto a ser el ángel para el anciano, sin más, sin voz lo toma por el codo para ayudarle a subir la banqueta más próxima, el anciano siente la piel joven, la energía y la fuerza inevitable en su codo rígido y delgado... cae, el joven intenta sostenerle, fracasa, se resbala de sus manos y le ofrece un giro más a su caída; el joven se muestra desmejorado y como viejo repentinamente con cada giro del anciano,
su esperanza se pliega, el viejo se desliza hasta el asfalto. Inevitable, el viejo termina su caída, el joven deja caer su llanto y con vergüenza levanta el cuerpo arrugado, le mira con los ojos húmedos, el anciano sostiene la mirada y en el cruce de calles y en el cruce de miradas (esta vez) acepta el soporte sincero del joven-viejo. El cuerpo no miente, no se equivoca, la sorpresa del anciano me recordó que lo inesperado a veces reclama humildad y reconocimiento.
2 comentarios:
muyyyyyyyyyyyyyyyyyy cierto.
Gracias por leerme...
Publicar un comentario